El Madriz

ADVERTENCIA: Este es un post gayer. Lo digo desde ya, para que todos aquellos lectores con alma de duros dejen desde ya de leer estas líneas, a no ser que al final quieran acudir con premura al servicio más cercano para soltar una buena pota.


Estoy a punto de cumplir los 28 años. Soy un viejuno, pero sigo teniendo ese alma de niño inocente con tendencia al asombro. Soy fácil de impresionar, con las cosas más simples, y más fácil aún de ilusionar. Lo soy así desde chicuelo, cuando el único sueño de mi vida era jugar con el número siete de la camiseta del Madrid. Ya con seis años, descubrí que lo mío con el balón en los pies era de discapacitado psíquico y sensorial, y (como también soy un poco chaquetero) cambié de ilusión.

Mi abuelo, madridista de pro, me contaba que había visto jugar a Di Stéfano en el Bernabeu, que había celebrado el golazo de Marcelino con la cabeza a la URSS y que disfrutó de una final de la Copa de Europa. Mi padre, madridista de pro, que un disparo de falta fallido de Gento había dejado semi-inconsciente a uno de mi pueblo que no había visto venir el balón. Y yo no tenía nada que contar. Solo había ido al Bernabeu en mi cama. Poco antes de dormir, cuando mi abuela me arropaba y me deseaba que "soñara con los angelitos y las vacas de las huertas", me imaginaba en la grada o a pie de césped celebrando un gol.

Han pasado muchos años, incluso décadas. Ya no tengo posters del Madrid en mi habitación, ni dibujo su escudo en las libretas. No me alegro especialmente cuando gana. Tampoco dejo de comer cuando pierde. Disfruto más con los goles del Sevilla (qué cosas) y hasta dilapido el fútbol de Raúl en público. Pero es imposible escribir lo que sentí el miércoles al entrar al Bernabeu por la puerta de honor, bajar a los vestuarios, saltar al campo y cantar un gol imaginario desde el banquillo. Qué cosas.