Dos meses después, volví a lo grande. Mi padre acababa de echar hormigón para que la entrada a la casa no se convierta en un barrizal parecido al área chica del área pequeña de un campo de fútbol. No lo vi, o lo vi demasiado tarde, cuando el coche patinaba y se cuadraba con un trompo cani. Tras un minuto y medio de voces, me tuve que remangar y, palaustre en mano, arreglar el estropicio.
Llevaba dos meses sin pisar la huerta y los animales ya no me conocían. Los becerros, cada vez más gigantes, me miraban como cada vez que llega el camión que se lleva a uno al matadero. El gato culturista, ese al que tanta gracia le hizo a Edgar Allan Borch, había muerto en las fauces de un galgo abandonado. De las 200 gallinas que recordaba, sólo medio millar había sobrevivido a los estragos del verano.
Pero los granados seguían allí, con el mismo tronco imposible de hace 300 años (una antigüedad certificada por un biólogo que les contó los nudos). Seguían allí como siempre y como yo no los recordaba: con unas ramas afiladas que defienden a sus granadas como lanceros de los Tercios españoles. Está claro, me hice sangre.
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