
El punk y los rockers siguen vivos, a pesar de todo. El punk y los rockers, esos raros que se ponen camisetas negras con mesajes agresivos, esos radicales que empezaron a lucir pendientes, que litroneaban en los parques y dibujaban la A anarquista o hoces y martillos, siguen existiendo. Son los oscuros de los pueblos, los que habitan las esquinas siniestras, los cinco o diez siniestros a los que los viejos insultan: "Drogaítos, dejar de fumar porros aquí".
Creí que el punk había muerto, que los rockers se desintegraron en el paso de mi adolescencia a mi madurez de edad (que no mental). Creí, egocéntrico de mí, que como había dejado de escuchar a los Reincidentes ya nadie lo hacía, que el independismo andaluz político y musical fue un sueño, que ver ikurriñas en un concierto en Córdoba nunca podía volver a pasar.
Éramos 6.000 personas. Dos generaciones de rockers: la más viejuna con Barricada, la menos viejuna con Reincidentes (que también llevan cerca de 20 años en la carretera).
No me asusté. Tampoco me reconcilié con mi adolescencia. Simplemente me divertí, como cuando tenía 18 años.
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