Era el minuto 60 de la segunda parte. En el otro extremo del Sánchez Pizjuán Iñaki me decía que sí, que esta falta era buena y que Alves la metería. Junto a mí, un hombre de unos 40 años, delgado, pelo rizado y canoso y al que no conocía de nada miraba para abajo. "Yo me iba ahora mismo a mi casa con el 1-1". Y entonces, todo sucedió muy rápido. Alves metió el gol y el estadio entero rugió. Contaminado, comencé a saltar. Miré a mi izquierda e Iñaki, tras levantar en volandas a sus padres se me abrazó. Miré a mi derecha, y el hombre al que no conocía de nada rodeó mi cuerpo con sus brazos. Lo comprendí. Yo también lo abracé. Qué más da. Qué importa que él llegase al estadio si a lo mejor había discutido con su mujer, qué importa si llevaba seis meses en el paro, qué importa si llevaba años comprendiendo que sus sueños y propósitos de vida estaban rotos. En ese momento era feliz y todo lo demás sólo le importaría después del partido.
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