jueves, 3 de enero de 2008

La terrible historia de los Reyes Magos



Sólo tenía diez años, pero ya había perdido parte de mi inocencia. Un vecino y amigo me propuso encarecidamente y por falta de personal que me vistiera de paje y que me subiera en una de las carrozas de la cabalgata de los Reyes Magos de Fernán Núñez. Tardé dos segundos en contestar: "Ni de coña" (aunque no sé si con diez años mi vocabulario era ya tan amplio como para decir esto).

En una especie de flash-back, recordé nítidamente lo que ocurrió ante mis sorprendidos ojos el año anterior:

Aunque no me gustan los caramelos, me había apostado en la esquina de mi calle para hacerme con el máximo número posible de estas azucaradas chucherías para regalárselas a mi abuela, cual nieto ejemplar. Habían pasado las dos primeras carrozas, repletas de niños menores de cinco años y jóvenes del centro local de discapacitados, cuando comenzó la batalla.

Mucho después leí en Territorio Comanche, de Arturo Pérez Reverte, que "la bala que te mata es aquella que no oyes llegar". Aquel día, estuvo a punto de suceder. Con el rabillo del ojo vi al Rey Melchor armando su brazo con un puñado de caramelos de dureza extrema. Antes de que me diera tiempo a girar la cabeza, Melchor ya había disparado. En décimas de segundo me agaché y sentí sobre mi cuello los trozos de encalado que se desprendieron de la pared tras la primera descarga de caramelos.

Fue entonces cuando los niños de mi edad se enfurecieron, perdieron su inocencia y decidieron responder. Presentamos batalla. Buscamos todos los caramelos que hayamos por el suelo, llenamos bolsas y calentamos brazos. Empezamos a responder.

En uno de los momentos en que me quedé sin munición observé entre admirado y sorprendido cómo los caramelazos destrozaban la palmera de la carroza del Rey Baltasar, mientras éste -con el tinte negro corrido a causa del sudor producido por su esfuerzo en arrojar caramelos de forma violenta- se protegía detrás de sus pajes.

Pero iban ganando los Reyes Magos. Poseían mucha más munición que nosotros hasta que descubrimos un arma secreta y a la vez destructiva: le quitamos el papelillo a los caramelos, los chupamos y se los arrojamos a Sus Majestades de Oriente. Se rindieron. Nos imploraron perdón desde lo alto de sus carrozas con la barba postiza llena de caramelos pegados y previamente chupados.

Fue la victoria de la infancia cafre.

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