"Un suicida es aquel que le ha perdido el miedo a la muerte", mascullaba al otro lado del teléfono. "Y que tiene miedo a la vida", respondía.
Siempre he sido un cínico insensible. En el territorio comanche, donde huele a sangre derramada y pisas cristales rotos, casi nunca me temblaba el pulso para enfocar con la cámara. En una tragedia, siempre había tiempo para mirar algo que te dibujara una sonrisa: un grafiti, la actitud morbosa de un vecino que se acomoda en una silla de playa para disfrutar del suceso, un gesto. O simplemente agachabas la cabeza y pensabas en otra cosa.
Pero nunca pude aislarme cuando alguien te llamaba al teléfono y te decía que en el hospital había "un precipitado", que en un olivar encontraban un ahorcado. "Miedo a la vida", pensaba y sigo pensando. Me acordaba y me sigo acordando de una cocina antigua, de unos pies fríos, de una escopeta descargada y de un techo manchado de sangre y sesos. Era verano.
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