Hace ya un año que volví a cambiar el pueblo por la ciudad. Esa emigración del campo al entorno urbano que tantas veces he repetido ya en mi vida: Fernán Núñez-Córdoba, Córdoba-Fernán Núñez, Fernán Núñez-Sevilla, Sevilla-Fernán Núñez, Fernán Núñez-Córdoba...
Hace un año que dejé de hacer 1.200 kilómetros a la semana en coche. Hace un año que dejé la carretera para el fin de semana. Hace un año que dejé de ver cambiar el paisaje por la ventanilla. Que dejé de sentir el paso de las estaciones, la fuerza o clemencia del clima, de saber quién, cómo y cuándo ha sembrado qué. De notar la ciudad y de ver el campo desde lejos, desde un ventanal de un antiguo despacho de oficiales de Artillería por el que se ve un cachito de Sierra Morena.
Hace un año que dejé de despertarme con las noticias de la radio, con el sonido del motor de un coche diésel, con el crujido del cambio de marchas.
Ahora, me despiertan los escalones 'anti-peatón' de una calle de 500 años, el sonido apocalíptico de docenas de niños uniformados arrastrando sus mochilas con ruedas, sus gritos, su vida y el retumbe, a veces, de las collejas de sus madres. La cara de frío de la gente con la que me cruzo. Su falta de humanidad, su rostro serio y su cara de no ser más que un número más en una árida estadística.
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