lunes, 27 de octubre de 2008

La cuna del agropensamiento



Ese contraluz esconde un árbol, casi pasmado, sin hojas y preparado para el letargo invernal. Apurando el otoño, ese árbol sigue escondiendo una casa. El árbol, la casa, el sol casi apagado y las tierras de alrededor que no se ven hacen un conjunto: la huerta de mi padre; la cuna del agropensamiento.

Ese árbol, que siempre ha estado ahí, me enseñó mucho: que si te caes a dos metros de altura te partes un brazo (la ley de la gravedad, a veces de la gravedad de tus heridas), que siempre habrá alguien que suba más alto que tú pero que tú también eres capaz de subir más alto que muchos, a guardar secretos, a huir de los animales que son más altos que tú y que no saben escalar, y a no mear contra el viento porque te manchas (es una metáfora). Me enseñó que la bohemia puede ser incómoda y dolorosa (no es recomendable leer tumbado sobre una rama que se puede partir), que la arquitectura es un arte imposible para mí (nunca tuve la casa de Los Simpsons) y a escuchar las historias de los viejos, que se sentaban a su sombra a ver cómo mi padre labraba o regaba.

Adolescente descubrí que ese árbol es una morera (y no una morea) y que la sembró mi abuelo hace 60 años. Uno de esos viejos me contó que un vendaval la arrancó de raíz. Sólo aguantó un pequeño tallo. Rebrotó.

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