Sentí un golpe en mi mano a la vez que una voz ronca me ordenaba: "Niño, pégale un puñao a eso".
Eso era una caja de pino y dentro estaba mi tío. Uno de esos ancianos de 81 años, viudos, sin hijos y que llevaba 12 años enfermo a los que piensas que nadie va a echar de menos. De los que nadie se va a acordar cuando se da media vuelta y el cementerio se queda atrás. Una de esas personas buenas, que poco a poco se han ido muriendo de pena. Y casi solo.
Tan sólo que esta vez no he tenido que sortear a docenas de presuntos doloridos que te abrazan, te besan, dicen que te consuelan y que tu dolor es el suyo. Tan sólo que esta vez he podido ver y pensar lo que estaba viendo. Tan sólo que ha sido la primera vez que he tenido que llevar un féretro (siempre me he librado por alto) y escuchar a la muerte de cerca, por segunda vez.
"¿Porqué los hombres siempre llaman a sus madres cuando se están muriendo?", me preguntaba la mía. La miré y pensé que yo también la llamaré. Pero no se lo dije.
No hay comentarios:
Publicar un comentario